Tomás Sánchez Santiago



Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957). Poeta. Ha publicado títulos como Amenaza en la fiesta, La secreta labor de cinco inviernos, Vida del topo, En familia o El que desordena. También las antologías Detrás de los lápices (Lisboa, 1999, texto bilingüe) y Cómo parar setenta pájaros (Salamanca, 2009). Su escritura ha acabado componiendo un cruce de pasadizos dominado por ciertos ejes nucleares: la memoria, las menudencias de la vida cotidiana, la fricción entre la apariencia y la verdad interna de las cosas o la propia relación, entre conciencia y riesgo, con el lenguaje. Como por una especie de transfusión, estos asuntos, ya casi en la naturaleza de las obsesiones, se han traspasado también a su prosa (Para qué sirven los charcos, Los pormenores, Calle Feria –Premio Ciudad de Salamanca 2006). Se ha ocupado con estudios de alcance crítico de autores como Bécquer, Julio Verne, Carlos Barral, Antonio Gamoneda, Claudio Rodríguez o Aníbal Núñez, así como de los artistas vanguardistas Delhy Tejero y Baltasar Lobo. Es miembro del “Seminario Permanente Claudio Rodríguez”, con sede en Zamora. Reside en León.

Tomás participa en «Imagina cuántas palabras» con el relato «PALABRAS-NORTE. PALABRAS-SUR«. Este es un extracto del mismo:

(…)

– “Mariposa”. Palabra-norte. Ha vuelto usted a ganar.
La cara deshidratada del tahúr verbal apenas se inmutó. Recogió todo el dinero con aquella parsimonia espeluznante y salió al aire de la tarde, tal como había avisado que haría tras esa última apuesta. En el pub, en cuanto él se fue, lo de siempre: algarabía de cervezas y grasa de pizza gratis en las comisuras de los labios de quienes habían asistido, una vez más, al duelo.
Los viernes era eso desde que el forastero emplazó a cualquiera a encontrar antes que él palabras en el diccionario. Traía el suyo propio. Un diccionario deshojaldrado, muy manoseado ya y con las páginas de color ala de mosca, con destellos de arcoíris usado. El juego siempre era ese: ponía el libro ante él, se dejaba vendar los ojos por cualquiera –cada vez uno para que no hubiera lugar a componendas-, se pronunciaba la palabra convenida y él con los ojos ciegos la clavaba con el dedo antes que la encontrara el otro contrincante -frente a él y sin ojos tapados-, que la perseguía tropezando entre las demás palabras del alfabeto y a menudo ni llegaba a dar con sus alrededores.
Desde que apareció por el barrio, los otros juegos terminaron para todos. Ni el fútbol ni el ordenador ni siquiera el baloncesto en las recientes canastas municipales los retenían. Cada viernes ya se sabía: a las ocho de la tarde sonaba el reloj de la iglesia y ya llegaba él, puntual e impertérrito, al pub “Nuestro Iglú”. Tenía la planta de Gary Cooper en Solo ante el peligro, la misma zancada larga y premiosa, como esos nadadores que antes de zambullirse en la piscina dan los últimos pasos de manera distinta para convencerse de que van a saltar también a la cualidad de animales marinos. Así se le veía a él atravesar las calles. Luego, en la mesa, su cara no expresaba la alegría feroz de los ganadores que restriegan la victoria como un estropajo sobre el corazón de quienes los miran como debía de mirarse a los héroes antiguos cuando venían de vencer a los dioses. Simplemente, recogía el dinero como quien había hecho bien sus deberes, cargaba de nuevo con el diccionario –nunca lo soltó, trizado bajo la axila o adherido a la mano abierta y con cinco ventosas- y volvía a cruzar las escasas calles que lo separaban de la estación; subía a un tren de cercanías y hasta el viernes siguiente.

(…)